“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

domingo, 31 de mayo de 2009

CRITICA



LA PASIÓN DE JUANA DE ARCO
Director: Carl T. Dreyer – 1928



LA GRAN VICTORIA

Si, como pienso, el cine debería darnos a conocer directa o indirectamente –pero siempre con belleza, nunca torpemente- fábulas donde se implique nuestro fin último, esto es, para que un film (es decir una ficción) remita y ayude a conducirnos a la verdad, el cine, capacitado como está para esto –esto que no cumple-, puede entonces aprovecharse de dos formas para cumplir este objetivo: 1)Enseñarnos el camino verdadero mostrando lo que podemos ser -lo más difícil de lograr, y 2)Desengañarnos respecto del camino falso mostrando lo que somos.

El primer camino es el que se deja ver en esta película que comentamos. El segundo es el de, por ejemplo, Hitchcock, y algún otro más.

El resto, aún con sus brillos y sus luces, sus dosis de nobleza y verdad, no dejan de dejarnos anclados en este mundo, haciendo de los medios fines, fines que reemplazan a nuestro fin último. Santa Juana de Arco comprendió bien esto, según podemos ver en esta película.

Y bien, si seguimos pensando en esta película es por la forma en que nos es dado ese saber, y lo entendemos como la única forma posible de mostrar esta historia en ese momento –y así lo entendió Dreyer. La palabra clave es: intimidad. “¿Cómo podemos ser devotos de Corazón de Jesús sin conocerlo? ¿Y cómo conocerlo sin entrar en él” (Castellani). Tenemos que acercarnos –hasta donde podamos- a Juana de Arco. Esto acá lo puede hacer un director que entienda esto, con una intérprete que también lo entienda, como es el caso de Renée Maria Falconetti (se da un caso en un millón, por eso no se hacen más este tipo de films). Nos acercamos a la intimidad de la joven mártir y sentimos el acoso a que es sometida. Dreyer toma literalmente los diálogos de las actas del juicio, y la intensidad del mismo demanda esta serie de primeros planos que, atención, no tienen nada de televisivos. Porque no hablan sólo las palabras: hablan las caras, los gestos, la expresividad de la protagonista, todos en sucesión orquestada hábilmente por el director: la cámara debajo de los fariseos, soberbios, agrandados, casi deformes pero sin exagerar la gestualidad, dejando hacer al director que busca el énfasis; los encuadres más cercanos, casi encima, y apenas por arriba de Juana, trasladándonos su turbación, su sufrimiento, su impotencia, su dolor. Los travellings de Dreyer unen –como en una misma exclamación- a distintos personajes que parecen acrecentar su poder y actuar al unísono de esta manera. En su movilidad –la de la cámara- los personajes parecen acentuar su acoso. En su fijeza, Juana parece recibir mayor castigo.

Hay dos objeciones –atendibles- que hemos escuchado de quienes no aprecian del todo a esta película. Primero, la actuación de la Falconetti, que les parece exagerada o, en fin, forzada. Bien, diré que al respecto deben tenerse en cuenta dos cosas, por las que su performance no es “naturalista”: 1) La forma del film, construido mediante abundancia de primeros planos, y la ausencia de sonido, es decir, de la voz, hacen necesario que los ojos presten el tono a la expresión. Los ojos de Falconetti creen, viven la obra, y hacen de su rostro dolido, rústico y enigmático, un rostro inmerso en una intensa y decisiva pasión. 2) Es muy probable que la jovencita Juana, viviendo su pasión a la manera de N. S. Jesucristo, en medio de magistrados, doctores y clérigos, autoridades cuyo poder se hacía evidente, ella tan sencilla, vulnerable, campesina analfabeta al fin, haya vivido no un ensimismamiento ni una serena vivencia propios de la madurez, no el arrojo que tuvo en tantas batallas, sino que todo ese mundo para ella respetable, ahora repugnante y acosador, se le viniera encima en la soledad de su huerto oscuro, en el cansancio de sus cuatro meses de calabozo y cadenas, y entonces, tal vez los gestos de la Falconetti no difieran demasiado de la angustia de Juana la Doncella. Lo otro que se ha dicho se refiere al uso de primeros planos. ¿Es que acaso no se entiende que era la forma necesaria para un film hecho de caras y miradas, tras las cuales se manifestaban las almas, y con ellas todo el sublime drama teológico de que está hecho la Iglesia? No hay casi acciones físicas ni escenarios que demanden otra forma. Dreyer sabía bien lo que hacía.

¿Y qué decir sino que pocas veces hemos visto en el cine –acaso recién ahora en “La Pasión de Cristo”- tan bien representado al fariseísmo, la religión soberbia y falsificada, el orgullo, la ceguera, la crueldad? Caras horrorosas que superan las ilustraciones de Delhez, seres que tientan, mienten, extorsionan, agreden. Si hasta pareciera que Claudel se hubiese inspirado en estas imágenes de Dreyer, cuando escribió en su obra posterior: “¡Juana, como antaño sus hermanas en las arenas de Roma, debe ser entregada a las bestias!. La elegida de Dios, la santa de Dios. ¡No son los sacerdotes, ni son los hombres, son las bestias quienes la van a juzgar!” (Juana de Arco en la hoguera, escena III) Y el Padre Castellani amplía el sentido, el porqué de tal imaginería: “La flor del fariseísmo es la crueldad: la crueldad solapada, cautelosa, lenta, prudente y subterránea” (Cristo y los fariseos), pero que aquí estalla multiplicada por el montaje, forma en que nos es mostrada y que nos hace pensar en unos demonios que pululan alrededor de una pequeña mujer “niña de Dios”.

“Cuando en la Iglesia –dice Castellani, esta vez en “Los papeles de Benjamín Benavides”- ha salido un ramo de fariseísmo, Dios lo ha curado, pero alguien lo ha pagado con su sangre, desde Cristo hasta Juana de Arco, y hasta nuestros días”. Un ramo, todo un ramillete, una planta de fariseos tenemos aquí, venenosa, hedionda, cubierta de espinas y frutos podridos que sin embargo no caen sino cuando el fuego impetuoso del sacrificio aceptado por la santa se produce y, si bien no todos los frutos han de caer, queda el testimonio que, aún de esta manera insospechada, llega hasta nosotros para inquietarnos y animarnos a la vez.

Los fariseos buscan todos los medios posibles –sin excluir la tortura- con un único fin: hacerle perder a Juana la fe, hacerla renegar de Dios por el camino de la obediencia a la Jerarquía. Jamás se ha visto en cine tal extenuado contraste. El odio a Dios lleva a los sacerdotes farisaicos a protagonizar un film de terror pero les falta una víctima que ofrendarse a sí mismos, y no son capaces de hacer que una joven doncella preste su alma para ello. El drama de Juana es el mismo de Cristo. Juana obedece a Dios y no a los hombres que no representan Su Voluntad. Una lección formidable sobre la buena y la mala obediencia, esa sobre la que Castellani disputó tanto con los jesuitas. Inolvidable escena que lo sintetiza es aquella cuando Juana es extorsionada con el Santísimo Sacramento, al cual por obediencia a Dios mismo se priva de recibir, con el mayor dolor del mundo. O cuando Juana reconoce que ha pecado y acepta la corona del martirio. He allí el valor de los detalles que nos son mostrados bella y significativamente, imagen de la victoria de la conciencia.

¿Cabe comparar esta película con aquella falsa de Preminger, la populachera de Fleming o el resto de las tantas –al menos catorce- aún peores que se han realizado en la historia del cine? Así como todas las artes anteriores nos han entregado la versión por encima de todas que rememoraba a las figuras más insignes de la historia, y así como “La Pasión de Cristo” es “la” película sobre Cristo y no hay otra que se asome a la cumbre ya inabordable, esta lejana versión de un danés protestante –tal vez influido por Kierkegaard, aún sin saberlo, ¿cómo escapar de esa inmensa y significativa presencia?, aunque también lo sabemos apasionado por la tragedia griega- esta es, decimos, “la” película sobre Juana de Arco, por más que sigan expeliendo versiones modernas y “fashion” que repugnan.

Mártir es, se sabe, un testigo, testigo de la Verdad, de Cristo. Juana de Arco muestra muy bien cuán difícil es dar este testimonio, pero también que con la gracia de Dios es posible. Es posible y necesario, entonces, entender que el cristiano no piensa como piensa el mundo, ¿habrá forma más clara de verlo que en este film? Esto es: la muerte –esa muerte horrible que Juana no deseaba pero que aceptó y abrazó- no es una derrota, podría serlo pero no lo es. ¿Por qué entonces se siguen haciendo “Juanas de Arco” en un mundo que no cree? Porque el mundo no sólo no cree en la verdad sino que ésta lo asusta, y entonces todo aquello verdadero que no puede ser negado se transforma en “ficción” o “leyenda”. La historia se desmiente no negándola, sino falsificándola, contaminándola, de la misma manera que se hace con la Religión. La Santa nacional de Francia no puede ser comprendida si no es contemplándola desde la fe. Con esto quiero decir que es un poco tarde –aunque puede haber alguna excepción- para que se emprenda el primer camino de que hablamos al comienzo. En realidad, es demasiado tarde para el segundo camino también, según parece. ¿Qué nos queda? El rescate de lo verdadero, que nos lleva a pensar y entender mejor el fin último para el que fuimos creados, y aquellas cosas a las que habremos de enfrentarnos si queremos mantenernos en la buena senda.