“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

jueves, 21 de mayo de 2009

CRITICA


EL HOMBRE DE DOS REINOS
Director: Fred Zinemann – 1966


UN DIRECTOR SIN REINO


Como católicos deberíamos estar fervientemente entusiasmados con esta película, pero, ¡ay!, sucede que tenemos ojos, y, al decir de Castellani:

“El ver lo que está feo lo padezco
De nacimiento, y eso no se quita.
Y así como lo hermoso me enajena
Confieso que lo necio me asesina.”

Digámoslo ahora: la zafiedad del vienés Zinemann es exasperante, tanto que parece director inglés (su falta de pericia corre pareja con los desatinos de Victor Fleming, otro favorecido de la industria del cine). Ya nos había abrumado con sus espantosas “High noon” y “De aquí a la eternidad”, con la desesperada “Historia de una monja”, con la insufrible y antifranquista “Behold a pale horse” (consiguiendo de Gregory Peck la peor actuación de su vida), pero en este caso su culpa es mayor, porque toca oro y lo vuelve barro, si se nos permite la expresión. Y debemos decir que con tal director de “medio-pelo” ocurren dos cosas más graves que nuestra propia molestia: la primera es una de las injusticias más grandes de la historia del cine (o, en realidad, de la historia del espectáculo, porque con el cine como arte no guarda relación), esto es, que nunca le hayan otorgado el Oscar por mejor director a Alfred Hitchcock, mientras que a este usurpador se lo hayan concedido ¡dos veces!

Luego, tal vez influidos por este “prestigio” o por el lobby de los críticos, sus películas han sido “prestigiadas” por quienes no saben del cine como forma ni se preguntan el porqué de cada cosa, v. gr., la relación entre lo fijo y lo moviente, el tamaño y la relación de los personajes dentro del cuadro, el ritmo y el uso de la música como contrapunto o para resaltar un estado de ánimo, la altura de cámara, la diferencia entre tiempo y tempo, el fuera de campo, el principio de simetría y lo simbólico, el uso de los colores, en definitiva, la puesta en escena toda y la forma del cine, que es un arte independiente de las otras, por más que se deje nutrir por aquellas. Zinemann parece no haber descubierto estas cosas elementales con las que se construye un film, sino que se aplica a realizar teatro filmado, con una falta de imaginación excepcional. Carente de intuición germinadora, se ampara en los estereotipos, en la convención que no escandaliza. Zinemann no hace películas, sino que filma guiones. “Sin un compromiso emocional por parte del espectador –escribió V. F. Perkins- los films serían tediosamente esquemáticos, como una mesa redonda dirigida por un moderador”. Desde luego, el periodismo católico destaca esta película por su “asunto”, pero olvidan que para que una obra resulte edificante primero debe estar bien edificada. Si esta película fuera no ya una catedral (como muchos quieren creer), sino tan siquiera una silla, se vendría abajo de inmediato. Como ya dijo el viejo Orson Welles: “El cine es el mejor refugio para los mediocres”.

“Estilo –escribió Robert Walser- es sentido del orden. Quien tiene un espíritu confuso, desordenado, poco bonito, escribirá en un estilo similar. En el estilo, dice un refrán viejo y verboso, pero no por eso menos verdadero, se reconoce a la persona.” (“Las composiciones de Fritz Kocher”). Estilo tienen Hitchcock, Ford, Hawks, Mann (Anthony), Wyler, Walsh, Tourneur, Douglas Sirk, Siodmak, Keaton y algún otro. Estilo no tienen Zinnemann, Fleming, Le Roy, Robson, Huston, Mayo y algunos otros.

Por cierto que en este film que nos ocupa ha contado con actores que, a pesar de él, han llevado adelante estupendamente el drama, o casi. Sabida es la solvencia de los actores ingleses, fundamentalmente en este caso de Paul Scofield y John Hurt. También aparece la siempre repugnante Vanesa Redgrave, que como Orson Welles, por sí mismos justifican escenas tan carentes de imaginación como las que les toca en suerte. Pero pensemos en escenas como la que nos presenta a Tomás Moro, carente de interés y relevancia, presentando al protagonista del film como alguien más e invirtiendo el énfasis: el viaje hacia él de dos mensajeros ignotos con la bella música de fondo da interés a los títulos del comienzo, su viaje, que tal debería haber sido, es un trámite que lo conduce hacia Orson Welles, quien sostiene todo el peso –cinematográficamente, que no hablamos de su corporeidad- de la primer secuencia. La última escena donde debe mostrársenos el clímax del film, esto es, la de su condena, es una de las más torpes que hayamos padecido. El director ve el drama desde el lugar del último mequetrefe que en una de las gradas asiste impasible a tan sublime historia. No tenemos, por otro lado, un solo momento de intimidad con el santo en su celda, todo ese momento en la torre se lo saca de encima (momentos en que además de haber orado mucho escribió el tratado “Diálogo del consuelo contra la tribulación” o mantuvo correspondencia con su hija Margarita). Muchos planos de este film no se justifican ni tienen función dramática, sencillamente podrían quitarse sin que nos ocurra nada, cuando el director tiene que tener una razón –y tenemos que inferirla- para hacer lo que hace: mover o no la cámara, colocarla a cierta altura, encuadrar de tal manera, usar o no música, etcétera. Tremendos son los errores de construcción de las escenas, cayendo en este garrafal desatino, cual es el de hacer que la cámara se adapte al decorado en vez de construir el decorado en función de la cámara. ·

A pesar de todo lo que hemos dicho, esta película puede sernos provechosa. ¿Por qué? Primero, porque puede ser una aproximación a este santo, un conocimiento muy superficial pero que nos despierte el interés de conocerlo mejor. Segundo, para entender lo que no es cine. Siempre es bueno aprender de los errores ajenos. Ese gran pensador que fue Hitchcock ha dicho que “el rectángulo de la pantalla debería estar cargado de emoción”. Con esto quería decir que, además de tener atrapado al espectador y no aburrirlo, el mismo, a partir de la emoción sería capaz de una comprensión afectiva, tomando parte en lo que les sucediera a los personajes mediante la identificación. El cine no es un tratado científico ni un legajo judicial, sino un medio de conocimiento, “conocimiento afectivo”, que decía Santo Tomás, y para llegar al cual recurre a unos instrumentos con los cuales desarrolla una forma determinada, no cualquiera ni caprichosa, sino la que el tema demanda. F. Z. desconoce la forma de lograr la empatía del espectador con el personaje. Creemos que simplemente porque no se toma el trabajo de entender el cine en cuanto tal, por eso termina finalmente dependiendo del diálogo.

Terminamos con estas sabias palabras del maestro: “Como ocurre con otras artes, las películas procurarían un placer mucho más sustancioso si el público fuera consciente de lo que está bien hecho y lo que no. El público de masas no ha sido educado en la técnica cinematográfica como con frecuencia lo ha sido en arte y en música en su época escolar. Sólo piensa en la historia”.


· “En las mejores películas el material se crea especialmente para la cámara y eso a lo largo de todo el proceso de realización de la película, desde la iluminación hasta todo lo demás. Para obtener resultados óptimos la gente tiene que actuar para la cámara en lugar de que la cámara intente captar lo que hace la gente. Esa es la diferencia entre una película que es una obra de teatro y una película que es una película de cine.” Alfred Hitchcock, “Los problemas del director”, 1938. En “Hitchcock por Hitchcock”, Plot Ediciones.